domingo, febrero 12, 2006

Historia de una pandilla 01/11/02


HISTORIA DE UNA PANDILLA


La niña era tan bonita que parecía un cisne blanco en un estanque de patos marrones y sucios por el agua, que núnca se renovaba, llena de migas de pan y toda clase de porquerías que la gente lanzaba desde la orilla. Le acariciaba sus pequeños hombros una melena rubia que siempre estaba limpia y bien peinada. Casi todos los días llevaba el mismo vestido enterizo hasta la rodilla, herencia de su hermana mayor, con una cinta oscura a modo de cinturon; mas bién era una minúscula correa de algún hábito religioso de su abuela. Calzaba unas botas de niño, gastadas, con cordones que siempre se les desabrochaban. En aquellos años muchos niños llevaban ropa y calzado de hermanos mayores, de familiares y de algún amigo o vecino que se les quedaba pequeña; todo era debido a que sus padres no tenían otra cosa que ponerles.

Los ojos le bailaban al compás de sus labios cuando hablaba, enseñándo una dentadura blanca que mas bién parecía tener los dientes como granos de arroz; arroz con leche solía decir la madre de Juaneles, otro niño de la calle. A esa niña era raro verla llorar. Su sonrisa siempre te salpicaba contagiándote con su desbordante dulzura infantil tan sincera.

Margarita, que así es como se llamaba la niña rubia, tenía una cosa muy peculiar que la hacía diferente a las demás niñas del barrio. Siendo femenina, como solo ella solía ser con los niños, diferenciando su sexo, jugaba a cualquier cosa que estos hicieran; lo mismo llevaba un trompo, chapas de gaseosa y papeles de envolver caramelos, que era lo que los niños coleccionaban, que servir de portera en los gloriosos partidos de fútbol celebrados en mitad de cualquier calle del barrio. No le daba miedo coger una lagartija y llevarla guardada junto a algún escarabajo en el pequeño bolsillo de parche de su vestido. Tampoco se extrañaba cuando alguien le reprendía, arremangándose la falda, verla saltar a pídola como cualquier muchacho. Ella solía sonreír burlonamente y pasarle el brazo por los hombros a cualquiera de los amigos y compañeros de juego, como queriendo decir que eso no era malo. Alguna gente mayor, con malicia, decían que aquello no era normal en una niña tan guapa y aparentemente femenina. Las niñas deben jugar con sus muñecas y ziriguizos y los niños con sus balones y correrías. No entendían que había niñas, como Margarita, que les gustaban los juegos, tanto de muñecas y ziriguizos como chutarle a un balón y arrastrarse por el suelo hasta arañarse el culo como cualquier niño. Y si alguno se ponía a orinar en cualquier sitio donde se le podía ver la minga, ella le decía que la de su hermano Federico, siendo mas chico, era mas grande. Lo que núnca hacía era orinar junto a los niños, ella siempre daba una escapada a su casa y al momento ya estaba lista para cualquier juego. Su vitalidad era magnífica. Siendo la campeona de juegos de bolas, siempre acertaba y al final, si ganaba algunas volvía a entregárselas al perdedor; decía que le daba lástima porque era mas chico que ella. Si salía de su casa con un bocadillo y veía cerca a uno de sus amigos, que siempre era el mismo, se lo ofrecía a hurtadillas como una ladrona, para que nadie la viera. Todo era para que el niño no se sintiera ofendido. Muy dentro de sus pensamientos de niña buena sabía que ese niño no había comido nada en su casa, y no porque estuviera desganado sino porque ese día su madre no había hecho nada de comer por carecer de dinero.

Había otra niña, Gloria, con la voz parecida a un requinto desafinado. Su cara era como un lirio blanco en un florero sin agua. Roberto, el niño del Pueblo, decía que era una niña muy tonta. Gloria, la niña morena y callada de ojos tristes, no era tonta; lo que si parecía estar era enferma de los pulmones, por la tos seca que siempre le acompañaba. Todos los años sus padres la llevaban al balneario de Tolox en la provincia de Málaga a tomar las aguas. El padre era delgado y alto con el mismo color de su hija. Era hombre de buen corazón al que no le molestaban los niños cuando revoloteaban cerca de su puerta. Siempre llamaba a los niños para que jugaran con su Gloria. Margarita, la niña rubia, era siempre la primera que se prestaba a jugar con ella, haciendose grandes amigas, como casi todos los niños de la calle. Su madre, mujer hermosa y mandona, con síntomas de estar siempre de malhumor, decía que los niños de la calle eran muy brutos y maleducados; sin pensar, cuando decía esto, que ella y su família eran del mismo estrato social que todos los vecinos de la calle.

Mucha gente decía que Carmen, asi es como se llamaba la mujer mandona, era la que tenía escuchimizado a su marido. Ningún niño entendia lo que significaba aquello. Cómo podía una mujer tener escuchimizado a su marido si este comía normalmente, dentro de las circunstancias de la vida en los años cuarenta y cincuenta. Los mayores sacaban de dudas a los pequeños diciendoles que era porque cada noche la mujer exprimía al marido. Los pequeños se quedaban en blanco, como era natural, y con la mosca detrás de la oreja; pero mira por donde el hermano de Juaneles, mayor que toda la pandilla, grandes y chicos, despejó sus dudas diciendoles que esa mujer tenía tan flaco a su marido porque cada noche este le hacía un niño, ¡toma ya!. Babia seguía siendo la residencia habitual de todos sin que nadie pudiera sacarlos de allí. Cómo era posible que una mujer tuviera un niño cada noche sin estar preñada. La ignorancia, el tabú y Babia eran los dueños y señores de todos los niños.

Había otro niño en la pandilla que se llamaba Florián. A este le daba mucho coraje cuando su madre lo llamaba para cualquier cosa con el diminutivo Flori. Bajaba la cabeza, cerraba los ojos y mas bién parecía un miura a punto de embestir saliendo a todo correr hacia su casa avergonzado y conminando a su madre para que dejase de llamarle Flori, aunque fuese un diminutivo cariñoso y lleno de amor; para el era un nombre de niñas.

A Florián, pobrecillo, le asustaban las lagartijas y los escarabajos y como Juaneles lo sabía núnca lo asustó. Siempre se hacían regalos; Juaneles porque le daba pena su debilidad y Florián por respeto y admiración hacia un amigo que núnca se burlaba de el. Una vez Florián le regaló un lápiz de color rojo despuntado y raído a mordiscos que era de su única hermana pequeña llamada Conchi. Esa era una de las formas de decirle a Juaneles que era su amigo íntimo. Florián núnca ganaba a las meadas, siempre decía que hacía un momento que había orinado y por eso, según el, su meada era mas corta que las de los demás. Otra disculpa era que algunos de su pandilla habían nacido unos meses antes que el y por eso las de los demás eran mas largas que las de el..

Había otra niña de nombre Violante. Decía que sus padres habían leído la historia de la reina Violante, que fue de Castilla y de León, hija de Jaime I El Conquistador y esposa de Alfonso El Sabio y les gustó, por eso la bautizaron con el mismo nombre. Había gente muy maliciosa que la llamaban: “Violada”, “Violenta” o “Violetera”, por la película de Sara Montiel “La Violetera” que se proyectaba por aquéllos años en un cine de Melilla.

A veces era difícil averiguar si lloraba o no ya que su llanto parecía interno y mas bién era como si tuviera un hipo constante. La melancolía que solía tener en su cara churretosa era el reflejo de lo cotidiano en su hogar. Los disgustos de sus padres, por el poco dinero que entraba en casa, los sufría en silencio adorando a su hermana pequeña. Al padre parecía tenerle miedo pero era el profundo respeto que sentía hacia el. Ellos jamás le regañaban; sentían adoración por el y por su hermanita. El estómago parecía decirle que era un bandido cuando lo dejaba muchas horas abandonado y vacío. Sonreía con tristeza al ver un bollo en las manos de un amigo y no poderle hincar el diente. Al tío antipático que vendía los helados lo odiaba porque jamás le ofreció un mísero cucurucho gratis, ya que no podía costearse un helado como otros niños. Nunca solía masticar, todo era engullido como hacen los pavos con su comida. El llanto era su compañero perenne. A Juaneles, su madre le decía que ese niño tan guapo y churretoso era tan bueno como su madre. Por lo visto las dos mujeres se conocían desde pequeñas, al igual que sus hijos, y las circunstancias de ambas familias fueron parecidas en el transcurso de los años.

Aquél regalo tan valioso de Florián, queriendo ser amigo de Juaneles, se lo hizo cuando a este, su madre lo vistió de blanco prestado, (el traje se lo prestaron) para recibir la primera comunión en la iglesia del Sagrado Corazón. Todo el mundo le hacía regalos a Juaneles y el no iba a ser menos.

En Navidad, el olor a matalahuva y anís garrafón de los borrachuelos, junto al del aceite frito con rodajas de piel de naranjas, para darle el gusto, siempre estaba en las puertas de las casas. En todas las mesas, por mas humilde que fuera, habían botellas de coñac y anís con los platos llenos de pestiños y borrachuelos para que cualquier visitante, como el cartero, se tomara su copita y felicitara las Pascuas a los dueños de la casa. Mas de un cartero no podía terminar su reparto por estar medio borracho ya que en casi todas las casas le obligaban a tomar su correspondiente ración y algún rosco o borrachuelo; además le entregaban la propina de las Pascuas que siempre era sustanciosa ya que esos días todo el mundo cobraba la paga extraordinaria de Navidad y se sentían rumbosos. El caso era que mientras mas pobre fuese la família la propina era mas grande. Las panderetas, zambombas y el granulado de las botellas de Anís del Mono restregados con una cuchara eran los instrumentos que acompañaban a los que cantaban los villancicos, donde los peces son los únicos que beben agua en el río al mismo tiempo que la Virgen María no se cansa de lavar los pañales cagados del niño Jesús. Era lo que se cantaba en todas las casas de las calle del barrio.