domingo, febrero 12, 2006

Historia de una navidad 18/11/02

HISTORIA DE UNA NAVIDAD


Eran las Navidades en Melilla allá por los cincuenta; su corta edad de diez años y huérfano de padre le impedían ordenar sus emociones infantiles. Nadie sabia cuando era verdad la risa o el llanto de aquél niño tan bueno. Tenía una expresión de soñadora tristeza y sus grandes ojos azules miraban dulcemente a todo el mundo, parecían adormilados, húmedos y melancólicos como muchas noches de invierno. Muchas veces su silencio en los juegos infantiles hacía comprender la amargura y la pena que sentía en lo mas profundo de su pequeña alma. Se llamaba Ricardo, como su padre, muerto de la enfermedad tan común en aquéllos años, la tuberculosis. La envidia infantil que sentía era también la pena de no poseer lo que muchos niños, pobres y humildes como él, tenían en aquéllas fechas tan familiares: la cena en familia de Navidad y la alegría de los pocos juguetes que los Reyes les dejaban en sus humildes hogares. Él solamente contaba con el cariño y el amor de su madre, Cristina; ésta era alta, erguida, de aspecto noble y de ojos alegres, mujer laboriosa que adoraba a su hijo sin mimarlo. También tenía la inquebrantable amistad de un amigo de otro barrio cercano. Éste amiguito se llamaba Andrés, siempre pelado al cero por culpa de los piojos y las miserias de aquéllos años; tenía una constelación de manchas en sus ropas, heredadas éstas de su hermano mayor, llevando siempre churretes y mocos secos en los mofletes dorados por el frío de Diciembre; muchas vecinas le llamaban cruelmente: “El Andarríos”. La madre de Ricardo cuando veía en sus ojos una melancólica expresión propensa al llanto por la burla que era objeto le decía que los colores eran la música de los ojos y como él los tenía tan bonitos siempre podía ella escuchar música cuando lo miraba y le daba un beso cada vez que visitaba a su hijo. Muchos días Cristina, lo mismo que hacía con su Ricardo, lo escamondaba con agua y jabón en el desconchado aguamanil de porcelana que heredó de su madre. A veces si se hacía un poco tarde Andrés no se atrevía ir solo a su casa, teniendo que venir su madre a recogerlo. Un día le dijo Cristina que la Luna le seguiría siempre para que no le pasara nada por las noches, “.... ella siempre te va a alumbrar cuando tengas miedo de venir a mi casa para visitarnos, y el niño Jesús desde su cuna pintará el aire con juegos de luz para que los truenos no te asusten ”.
Madre e hijo eran tan amables que no sabían ser de otra forma. Ella jamás le regañaba; cómo iba a hacerlo si no daba motivo alguno. Al amor de una madre puedes olerle la piel y todo lo que él emana desde que te alimentas en sus entrañas, pero no puedes verle la cara; solo su sonrisa.
Esta historia, como muchas que se pueden ver en estas fechas tan entrañables, se desarrolla en una calle cualquiera de un arrabal de Melilla. La década de los cincuenta, en España, fue de necesidades básicas con respecto a la alimentación; Europa estaba reconstruyéndose de su II Locura Mundial (II Guerra Mundial, 1940-1945) y España, aislada del mundo, llevaba a cuestas su cruel Pelea de Hermanos (Guerra Civil, 1936-1939) ; con un gobierno dictatorial en donde las noticias que daban por radio, como en una parada militar, se anunciaban a toque de cornetín de orden. Un viejo melillense de adopción decía que las guerras se terminarían si los muertos pudieran regresar; con esta ilusión los fabricantes de armas tendrían que dedicarse a otros menesteres. Este hombre tenía cuatro hijos y cuando se refería a los años en que nacieron cada uno de ellos decía: “ La mayor nació en el “Baile” (símil del Movimiento de la Guerra Civil) y los demás en los años del “Dibujo” o “Gazuza” (años de la II Guerra Mundial y la década de los cincuenta)”. Ese mismo anciano, cuando se refería a los años del “Dibujo”o de la “Gazuza” de posguerra decía que en Melilla, por aquéllos años se decía que la miseria era grande, los estómagos pequeños y las digestiones lentas y largas.
Cristina y su hijo Ricardo padecieron las necesidades doblemente al no poder alimentarse como cualquier familia humilde; ellos no tenían nada y lo tenían todo y esto era el amor y la alegría que a cada instante inyectaba la madre a su pequeño hijo cuando lo bañaba o lo vestía con ropas recosidas y humildes pero limpias.
En el colegio donde asistía Ricardo se repartía diariamente leche en polvo y queso cremoso de barra; era el “regalo”, con las dos manos saludándose, de los americanos; residuos del Plan Marshall. Uno de éstos días muchos niños de su clase no tomaron nada guardando sus desayunos en sus carteras junto a algunos dulces que sus madres habían confeccionado en sus casas; dulces de Navidad: borrachuelos, pestiños y roscos con matalahuga.
Cuando Ricardo encontró una gran caja de cartón toda llena de paquetes de leche en polvo, varios pedazos de queso y los dulces de Navidad de muchos de sus compañeros, que su madre no los pudo hacer aquél año por carecer de todo lo esencial, el pobrecito no se le ocurrió otra cosa que decir : “Muchas gracias a todos, compañeros, algún día os lo devolveré cuando sea grande”. Aquéllas Navidades, en ese hogar humilde y lleno de amor, pudieron comer como muchos vecinos lo hicieron. Algunos amiguitos se llegaron a casa de Ricardo para cantar villancicos acompañados de algunas zambombas y panderetas, y había uno, hermano mayor del que tenía la cara llena de churretes, que poseía una voz de barítono que a pesar de su corta edad y con su voz estentórea era el que mas veces decía que los peces bebían en el río donde la Virgen María lavaba los pañales de su hijo, el niño Jesús. A una botella de anís del Mono vacía con sus característicos bultitos en la panza no paraban de rascarla con una cuchara como acompañamiento de percusión. A Cristina, consciente de que era una pobre vergonzante, le rodaban las lágrimas por su rostro joven y ajado prematuramente por la falta de alimentación. Era la primera vez que en su casa, después de una larga enfermedad y muerte de su marido, se celebraba una fiesta navideña donde solo había niños, todos amiguitos de su hijo, alrededor de un belén donde sus figuras eran de madera talladas por el padre de Ricardo en su juventud; la estrella que colocaron encima del pesebre y el agua del río eran de papel de “orillo” plateado de los paquetes de tabaco americano del contrabando que existía en Melilla por aquéllos años. Los cables que colgaban del techo dando luz a las bombillas de los dos cuartos que tenía la casa eran forrados con papel de celofán de varios colores; de igual manera adornaba los cuadros colgados en las paredes recién enjalbegadas de cal, quedando las humildes habitaciones decoradas con colores y sabores a las fiestas que se celebraban.
Hoy cuando ha pasado medio siglo Ricardo es todo un doctor en medicina, carrera que costeó su madre con los sacrificios de sus trabajos mal pagados de limpiezas de casas de personas pudientes y la escasa pensión de su marido, sigue agradeciendo a sus compañeros con su comportamiento en bien de los pobres y necesitados. Yo creo que sus antiguos compañeros de colegio se sentirán recompensados. Éste doctor, como su madre, en su modesta sabiduría le inculcó, siempre ha respetado el juramento hipocrático. Hoy cuando ronda los sesenta años, con una esposa que lo adora y con dos hijos que también son médicos y después de trabajar en varias naciones de Sudamérica en varias ONGs, ejerce la medicina en un barrio castigado por la droga y la delincuencia de una capital importante de la Península. En su modesto despacho, junto a un largo poema de Rudyard Kipling : “....Si el odio pagas con benevolencia / sin alabarte de tu noble acción,......si hablas al vulgo sin acanallarte, / si hablas con reyes sin enloquecer, etc. ...”; y el juramento hipocrático : “...... Juro por Apolo, Esculapales, .. y demás dioses de la medicina que mi único fin será cuidar y curar a los enfermos, etc., ... “; ambos enmarcados y en otro sitio preferente también se puede leer una frase de Thómas Fuller que dice: “Es amigo mío aquél que me socorre, no el que me compadece”.
Ricardo posee como un viejo tesoro una pequeña fotografía de color sepia por varias décadas de vejez en blanco y negro y con los bordes dentados donde se puede ver a una veintena de niños pelones rodeando a un viejo profesor de gran bigote debajo de la sombra del ficus del patio del colegio, junto a la pequeña fuente, testigo de sus juegos, donde otro niño le rodea el cuello con su brazo, como hacen los buenos compañeros; camaradería que aún conservan ambos y muchos de los fotografiados ya que en este medio siglo no han dejado de crecer la hierba en sus caminos de amistad.
Que Dios bendiga al doctor Ricardo y a todos los hombres y mujeres de la Tierra en estos días tan señalados para todo aquél que tenga buena voluntad como ser humano.
Les deseo que pasen unas felices Navidades y que el año 2003 nos traiga toda clase de ventura.


Juan Jesús Aranda López

Málaga 18 Noviembre de 2002